— El problema está todo en tu cabeza —me dijo—. La respuesta es fácil si lo tomas con lógica. — ¿Lógica? —le pregunté, casi con incredulidad. — Sí. No respondí. En medio de mi incredulidad solo me detuve a pensar en esa palabra. «Lógica…». Al notar que no seguiría yo la conversación, habló: — ¿Cómo te sientes? Mi silencio respondió. ¿De verdad él me estaba preguntando eso? ¿Precisamente él? Al cabo de unos segundos, me obligué a responderle, porque ya no me podía seguir escondiendo de mi realidad. — ¿Crees que soy débil, no? Se limitó a mirarme. Su mirada era totalmente inexpresiva, pero por más que yo buscaba en su mirada algún sentimiento (odio, dolor, rencor, lástima), no encontré más que sus vastos ojos color café. Al final, como si en los segundos que tardó en responder hubiera meditado qué palabras utilizar y cómo decirlas, me dijo: — Me gustaría ayudarte en tu lucha por ser libre. Debe haber cincuenta maneras de dejar a tu amante. — ¿A