Es esta dolorosa sensación. Es el sentimiento que viene después de cada
pensamiento, después de cada recuerdo, de cada cigarrillo evaporado, esa
sensación que mi cuerpo expresa con
cada canción, segundos antes de dormir. Es cada lágrima que sueltan mis ojos a
diario, como lo hacen ahora. Cada verso que leo, cada sombra que miro, cada
historia que observo en las calles. ¿Y mi felicidad dónde está? Mis oídos se
cansan cada día más de oír que primero se es feliz con uno mismo, pero, ¿cómo
ser feliz con algo que desprecio? Nunca me he visto como he querido verme. Nunca
he querido como siempre quise querer, ni me han querido como quisiera. Y mis
pies se cuartean, mis pasos disminuyen la velocidad, y entonces me detengo, veo
mis pies o los dedos de mis manos y nada es como durante toda mi vida quise que
fuera. Pero mis fuerzas ceden, y aunque la marea sube a mis labios, solo me
quedo de pie, sin mover célula alguna de mi cuerpo, cual estatua marchita, cual
flor sin dolor. Me doy cuenta entonces que soy un alma más del montón. Que mi
precaria situación mental no es tan sorprendentemente abismante como supusieron
mis pesadillas. Que no soy tan especial como pensé. Pero sigue ahí. La misma
sensación sigue ahí, dentro de lo más profundo de mi vibrante ser desdichado, deseando
que mi fuego no se desaparezca, anhelando que el miedo deje de morder mis
huesos, añorando que el equilibrio llegue a mi espíritu. Pero los esfuerzos no logran acicalar mi
corazón y sigo cayendo, como durante toda mi vida lo he hecho, poco a poco, con
un movimiento casi imperceptible al ojo humano: respirando. Y es entonces
cuando los girasoles no cumplen su función, es ahí cuando veinticuatro horas les
son exageradas al día o cuando 364 días resultan sobrantes al ciclo vital. Es
justo en ese momento, cuando sientes que te desvaneces por completo, que tus
pupilas se dilatan en su máxima posibilidad y gritan auxilio, y sin parpadear
siquiera, observas, comprendes y asimilas que a nadie le eres realmente
indispensable en este mundo de emociones incesantes, que somos la victima de
nuestro propio juego, ese al que juegan todos y pocos ganan, al que diez
apuestan y once pierden, ese que muy profundamente deseamos pero que no todos
tienen la dicha de degustar, muchas veces ni estando vivos, ni después de mil
años póstumos: el amor.
3:48am
Mayo 6, 2018
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