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El chico de las buenas palabras


Se conocieron de la manera más básica de todas: un día él pasó caminando frente a ella y le sonrió como si la conociera de toda la vida, o al menos, eso imaginó ella. Al cabo de unos minutos, ya tenían el número telefónico el uno del otro.

«Estoy aquí»­ escribió ella.
«Estoy aquí» respondió él.

No quiso parecer acosadora y no lo molestó más por el resto del día, pero, a ver, ¿por qué hizo eso? ¿Por qué no le preguntó todas las cosas que quería? ¿Por qué dejó de hacer «esto» para no parecer «aquello»? Porque claro, todos mostramos siempre lo que queremos que otros vean, no lo que realmente somos, y quizá ese sea el motivo de tantos fracasos. Aunque, por supuesto, no quería resultar acosadora. Pronto reconoció que a ella también le hubiera resultado patética y melancólicamente dramático descubrir que él estaba desesperado por recibir amor. Porque ella estaba realmente desesperada por ser querida. Se obligó a actuar como una persona decente y al final, suspiró.

— Hola, señorita con un bonito nombre —fue lo primero que le dijo cuando ella contestó la llamada.
Inevitablemente sonrió. ¡Qué tonta!
***
 Aunque solo había pasado aproximadamente 2 semanas, le resultaba muy muy muy cómodo recibir alguna que otra llamada de él. ¿Qué persona que ansia demencialmente sentirse querido no salta al compás de las palabras bonitas de alguien, que además de atraerle, le corresponde? Y por supuesto, poco a poco comenzaron a aparecer los «Buenos días», «Buen provecho», «Buenas noches».

Un día despertó y no tenía mensajes de él. Trató de no darle importancia, pero pensó en él más de lo que debió. Gran error. Se atrevió a confirmarse que ya estaba jodida: le gustaba, teniendo un escaso mes de conocerlo, el chico de las buenas palabras.
***
Se había convertido en un ritual el hecho de citarse a tomar un café. Eran los momentos que probablemente más disfrutaba ella. Siempre que llegaba a su sitio de encuentro, ella subía un piso y lo observaba atenta y detalladamente desde arriba. Unas veces lo observaba esperar, otras veces fumando un  cigarrillo, y otras, leyendo. Pronto él comenzaba a ver su reloj y a buscar con la vista la presencia de ella, hasta observar hacia arriba. Al final, él siempre terminaba sonriendo al momento en que hacia una señal de negación con su cabeza.
***
 Tienes algo aquí —le dijo ella limpiándole la mejilla.
— ¿Dónde? — preguntó él, sonriendo.
— Justo aquí —continuó ella.

Cuando lo vio a los ojos, supo que la mirada de él iba a ser un gran problema para ella, prontamente. Acto seguido, él dejó de sonreír, tomó su mano llena de helado, y se llevó los dedos a la boca con un sutil movimiento, hasta dejarlos completamente limpios. La respiración de ella en seguida se tornó entrecortada. Él rió.

Supuso que este realmente era un chico distinto, hasta que un segundo después, se arrepintió, pues él había hablado:

— Podemos ir a mi casa, ¿te parece?
Sí: realmente no era nada bueno suponer.
— Sí —respondió, mientras se levantaba de la silla, sin darle mucha importancia a su invitación.    
***
Se encontraba recostada al ventanal de su apartamento fumándose un cigarrillo, cuando él la sorprendió por detrás, ofreciendo sus labios. Ella comprendió y le dio de su cigarro. Él exhaló en su cuello.

— Bonita vista, desde acá.
— Sí. Realmente es muy bonita, ¿cierto? —comentó él.

No pudo aguantarlo más, se lo preguntó:

— ¿Qué número seré yo?
— ¿Número? ¿Qué dices?
— Sí. Números.

Por un momento él no entendía, seguidamente su sonrisa se desvaneció y sus ojos se apagaron.

— La número uno —le dijo, sin apartar su mirada de la de ella.
— Cierto: todos somos vírgenes la primera vez, ¿no?
— Supongo que sí —contestó él, dudoso.
— No entendiste.
— ¿Tendría que hacerlo?

Ella no pudo contenerlo y se rió, se rió de verdad, casi demencialmente. Él la imitó, hasta que después de tener un fuerte dolor en el estómago y en los cachetes, se calmaron. Sin embargo, él no dejó de mirarla. Y usó el truco que usaron siempre todos con ella: le miró a los ojos, luego a los labios, luego a los ojos otra vez, y seguidamente habló:

— Ya no puedo aguantarme más.

Y la besó.

No fue un beso que le quitara el sueño pero sí lo disfrutó. Supuso que se besarían por más tiempo y que solo quedaría ahí pero  se le aceleró el corazón cuando sintió la mano de él en uno de sus glúteos.
***
Aunque no dejó de temblar por mucho rato, disfrutaba sentir otro cuerpo tan cerca, sentir la piel de otra persona junto a su piel. Hace tanto que no se sentía querida. Hace tanto que deseaba sentir que alguien gustara de ella. Al menos en este aspecto.

—Estás temblando —dijo él.
—Sí —respondió ella, con algo de pena. En el fondo tampoco quería que él pensara que era una inexperta niñita tonta y mimada. Bueno, realmente eso era.  

Pensó que todo ya estaba dicho y que sería muy incómodo lo que vendría después, pero extrañamente él era de los hombres que ya no se encuentran por ahí, los que de verdad te hacen sentir bien internamente.

—Tranquila. De verdad, tranquila —dijo él, con un tono de voz muy suave, como el que usa un cazador un segundo antes de matar a su presa. Sutil.

***
Aunque no era una nuevecita en este maquiavélico juego del sexo y el amor, le resultó raramente nueva y placentera la sensación que se generó en su pecho al verlo a él a su lado, desnudo.
Se levantó, se duchó y al salir del cuarto vio que tenía desayuno listo. Sonrió nuevamente como idiota.
***
Le encantaba cuando él le subía la cabeza cuando caminaban por la calle. Él siempre argumentaba que los ojos se hicieron para ver hacia todos lados, pero que la cabeza siempre tenía que estar de frente, arriba y hacia adelante. Pronto el consejo se hizo parte de ella. Ese, y miles más.

— Serás una bonita aprendiz —le dijo él despidiéndola con un abrazo.
—Anoche la pasé muy bien.
—Lo sé. La seguiremos pasando muy bien, ¿no?
—Sí, sí. Eso espero. Estoy ansiosa —esto último lo había dicho en un tono casi inaudible.
— ¿Ah?
— Que estoy algo loca.
—Así me gustas.
***
No pasaron dos semanas cuando ya no sabía tanto de él. Ya no la llamaba. No la citaba. ¡No sabe él cuántas veces esperó en el piso uno con la esperanza de encontrarlo leyendo o fumando!
No se sorprendió cuando al final de todo, él se excusó diciendo que tenía problemas emocionales en los cuales no quería involucrarla a ella. Dijo también que pensaba muchas cosas buenas de ella, y que aunque no podía darle garantías de nada, quería que permaneciera cerca de su vida.  

—Siempre serás mi bonita aprendiz.

En el fondo, para ella, la sinceridad era una de las cosas que decían mucho de una persona. ¡Pero qué excusa tan barata! A pesar de todo, no le costó mucho superar esa situación.
En ocasiones, cuando pasa por el piso uno, se detiene un segundo a mirar el lugar donde siempre se encontraba él, y en lugar de desear que esté ahí, recuerda con nostalgia el último mensaje que le respondió a él:

—Gracias, porque ahora no veo hacia mis pies cuando camino por la calle.
Él nunca respondió.

Comentarios

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